¿Qué estilo de vinos les gusta a las nuevas generaciones? ¿De qué forma interactuar ante los desafíos que involucra la comunicación? Son preguntas actuales, pero también estructurales al mundo vitivinícola.
Me gusta decir que Argentina es un bicho raro dentro del mundo del vino. Somos distintos. Estamos considerados dentro del “Nuevo Mundo” vitivinícola por nuestro clima (moderado a cálido en la comparativa versus Europa, con fruta muy presente, niveles de alcohol más elevados y acidez natural más baja) y porque empezamos –al igual que Estados Unidos, Chile, Sudáfrica y Australia, entre otros– a elaborar vino de calidad hace décadas y no siglos, como Francia, España, Italia y Alemania. Pero, al mismo tiempo, Argentina tiene un carácter distintivo en lo que representa el vino a nivel cultural que la acerca mucho más al Viejo Continente, siendo el vino parte de la dieta diaria y mostrando un alto consumo per cápita. Es cierto, elaboramos vino hace mucho tiempo, aunque la apuesta por la calidad empezó hace poco más de 25 años.
Si bien el período de aprendizaje está aún vigente, también hemos iniciado una etapa de mayor introspección, de buscar cosas únicas –buenas o malas, pero nuestras– más que copias de modelos foráneos. Así, aparecieron Malbec de zonas frías (áreas que incluso presentan parámetros comparables con zonas frescas de Europa), tintos con estilos más frescos y jugosos, apuesta por el vino blanco, revalorización de viñedos antiguos o variedades autóctonas, búsqueda de nuevas zonas o uvas hasta entonces no miradas.
Y en esta línea que los jóvenes se divierten con el vino. Si bien falta camino por recorrer en términos de comunicación, la diversidad de estilos, variedades y etiquetas con la que contamos hoy en día hace que las nuevas generaciones encuentren en nuestra bebida nacional un atractivo. Sumado a ello, el consumo en la actualidad tiende a la búsqueda de experiencias únicas. El público joven es más infiel a las marcas de vinos, quiere probar cosas distintas y especialmente sentir que tiene acceso a algo diferente: el productor que hizo el vino, una partida limitada, una locura enológica puesta en botella, la mirada sustentable o una etiqueta llamativa.
Hay obstáculos como el precio, es cierto, que hablan más de un contexto macroeconómico. Pero aquellos que se interesan encuentran algo interesante por descubrir.
En el mundo de los sommeliers ocurre algo parecido: las nuevas generaciones tienen una mayor apertura para probar cosas distintas, no son prejuiciosos respecto de una etiqueta clásica o moderna sino que se enfocan en el vino y la historia detrás de quien lo hace.
Tal vez la dificultad sea, en este caso, el limitado acceso a vinos extranjeros, que permitiría comparar y –en muchos casos– identificar la diferencia entre “distinto” y “bueno”, o entre “ensayo puesto en botella” y “vino con proyección”. Pero el balance es más que positivo. El vino argentino está viviendo una verdadera revolución en materia de lugares, variedades, estilos y calidad. Serán las nuevas generaciones de sommeliers las que comuniquen estas bondades, y los nuevos-jóvenes consumidores, quienes disfruten de estos atractivos vinos argentinos.