Se terminó la impunidad del macabro clan Sena, una familia enferma de codicia y de poder que mantuvo a Resistencia, en Chaco, bajo su puño de hierro. Emerenciano Sena, César Sena y Marcela Acuña fueron condenados por el femicidio de Cecilia Strzyzowsky: no les espera otra pena que la prisión perpetua. Para los Sena fue, parafraseando a Perón: “para los amigos, todo; para los enemigos, ni la vida”. En algún momento, Cecilia se convirtió en la principal amenaza al poderío del clan, y decidieron eliminarla. La redujeron a cenizas con una crueldad pocas veces vista.
Lo que más me llamó la atención fue el espectáculo de cinismo que desplegó la familia desde el principio. Los arañazos de César al dar una entrevista, el locro que comieron tras el crimen, la simulación de la búsqueda de Cecilia. Y luego, en el juicio, su madre acusándolo sin reparos, justificando que lo encubrió porque, en su cosmovisión, “eso haría una madre”. Si me preguntan a mí, la primera víctima de Marcela fue su propio hijo, incluso antes que Cecilia. Todo ante la extraña pasividad del supuesto líder del clan. Durante el proceso, el matrimonio eligió victimizarse; el hijo, el silencio absoluto.
No les salió ni la estrategia para ocultar el crimen ni la estrategia para zafar de la condena. Todos cayeron. El femicidio de Cecilia arrastró también a Jorge Capitanich, de quien eran aliados y de quien emanaba buena parte de su temible poder. No fue fácil: testigos, fiscales, la jueza, los investigadores, la policía y los forenses se enfrentaron al máximo poder y vencieron. Una epopeya que hace pensar que no todo está perdido.
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